A los 16 años entré a la universidad y a las preocupaciones comunes de esa etapa, se sumó otra que mi mente adolescente asumió como devastadora: un diagnóstico de vitiligo que, aunque veía venir por tratarse de una condición hereditaria, me sorprendió justo cuando planeaba conquistar el mundo. Era casi cómico. Mi miedo de toda la vida se hacía realidad en el momento menos oportuno.

Hay algo curioso sobre el vitiligo. No pone en riesgo tu salud física, pero tiene un gran impacto en cómo te ves a ti misma y en cómo crees que los demás te perciben. No tiene una causa definida, pero empeora si experimentas emociones negativas, como la ansiedad y el estrés, y cuando ves tu cuerpo cambiar sin poder hacer nada para impedirlo, hay mucho de eso. En mi caso, sentía que las manchas en mis dedos y brazos hablaban por mí antes de que yo pudiera hacerlo. Estaba convencida de que sería lo único en lo que las personas se fijarían. Y a decir verdad, no estaba tan equivocada.

Nos han enseñado a apuntar el dedo hacia quienes lucen distinto. A mirar fijamente, a preguntar, a sentir pena. Es una reacción casi automática que surge de la incomprensión y que nos hace creer que nuestras diferencias son algo que debe ser explicado o justificado. Me apena decir que yo hacía lo mismo, hasta que me tocó vivirlo, como si el universo me diera una dosis de mi propio chocolate. En estos últimos diez años, he tenido que lidiar con comentarios condescendientes, de esos que, aunque no siempre malintencionados, lastiman una herida y me recuerdan que no encajo en los estereotipos de belleza convencionales.

Sin embargo, comprendí que la verdadera pelea no la tenía que luchar contra la sociedad y sus estándares (nunca realistas), sino conmigo misma. Con el reflejo en el espejo que ya no reconocía, con las partes de mi cuerpo que solían ser mis favoritas y ahora odiaba, con las inseguridades que me estaban arrastrando a un peligroso hoyo negro. Fue el plot twist de mi vida: la villana de mi historia era yo misma, no los demás. Y debo decir que, aunque es doloroso, el punto en el que te das cuenta que solo te queda aceptarte, es liberador. Un día me reuní conmigo misma y me dije que el vitiligo no tenía cura, pero mi autopercepción y la manera en la que me trataba sí.

Te mentiría si te dijera que el proceso ha sido miel sobre hojuelas, porque nunca lo será, pero paso a paso y con el apoyo necesario, voy transformando esta lucha interna en un camino hacia el amor propio. Me he forzado a deshacerme de la vergüenza, de la autocrítica y de las comparaciones. Ahora puedo entender que es cierto que el vitiligo ha lastimado mucho mi confianza, pero en la misma proporción, me ha servido para mirar dentro de mí.

Te cuento esto porque puede ser que a ti también se te dificulte amarte en tu propia piel y quiero que sepas que solo tú tienes el poder de trabajar en lo de adentro cuando no puedes cambiar lo de afuera. Es natural tener momentos de vulnerabilidad, como el que estoy teniendo al escribirme esto, pero hablarte a ti misma con amor y compasión debe ser algo innegociable en el camino hacia tu mejor versión. Trátate con gentileza y verás cómo volverás a sentirte bella, sin nada que esconder.

 

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