8:05 am “Hi, this is Sixta, I am calling to schedule an appointment with Dr. Grimm” 

8:23 am “Se detuvo, y abrió el refrigerador con la parsimonia que le caracterizaba.” 

8:45 am “Mi hijo, de por dios, get down from there y ven a tomarte el hot chocolate”

8:58 am “Pero comuasí?” e’pérate: ¡dímelo de nuevo que toy’ peidía!’

En un lapso de unos minutos, todas esas versiones de mí se mezclan para acomodarse a una situación específica. Hablo en dos idiomas, con cuatro estilos de comunicación distintos: el inglés que uso a diario para comunicarme fuera de casa, el español neutro que se me exige en mi trabajo, el spanglish que sale cuando mis labios van tan rápido, que mi cerebro tiene que hacer code switchting y el “cibaeño”, la versión del español dominicano que llevo cosida al corazón.

Ya han pasado ocho años desde que me mudé a Seattle (sí… ya sé, ¡vivo muy lejos!) desde la República Dominicana. Dentro de todas las cosas que han cambiado en mí, mi forma de hablar es uno de los mejores ejemplos de las transformaciones que vivimos cuando emigramos.

Hay detalles que van a cambiar para siempre y que van a moldear tu vida y la de tu familia de una forma distinta. Algo que tampoco nos dicen, es que dependiendo de cómo sean asumidos esos cambios, podemos llenarnos de dudas o, por el contrario, abrirnos a un mundo de posibilidades entre dos culturas.

Entonces, si a ese proceso de adaptarnos a la vida en otro país, le agregamos la turbulencia interior que nos regalan los años, un día cualquiera, paseándote entre todas las versiones de tu lenguaje (sólo por poner un ejemplo) te preguntas: ¿Quién soy yo realmente? Esta pregunta toma aún más fuerza cuando pensamos en el legado que les estamos dejando a nuestros hijos.

Y es que cuando decidimos tenerlos, escuchamos repetidas veces que tendremos en nuestras manos la responsabilidad de criar a esas personitas. Lo que no sabemos, es que vamos a vivir ese proceso de guiar y acompañar, mientras también nosotros vamos cambiando.

Llegué a cuestionarme muchas cosas (creencias, posturas, decisiones), a avergonzarme cuando alguien me comentaba que mi acento en español sonaba distinto y a frustrarme cuando yo—que trabajo con las palabras—no encontraba la adecuada en ninguno de los dos idiomas. Afortunadamente, ya hice las paces con eso. Y es que precisamente ahí, en esa dualidad, reside mi fortaleza. En abrazar esos cambios: esa mezcla de mangú con chicken, en la habilidad de adaptarme, de ser flexible, de disfrutar de esto y aquello sin tener que elegir.

Así que de todo lo que he aprendido en estos ocho años siendo inmigrante, esa una de las lecciones que más deseo pasarles a mis hijos. Quiero que sepan que somos más que nuestro lugar de nacimiento y mucho más que el lugar donde vivimos. Somos un cúmulo de experiencias vividas y cada una va dejándonos una semillita dentro, la cual, en algún punto de la vida, florecerá. Somos la voz de todos los lugares que llevamos en el alma. Quiero que se sientan pertenecidos aquí, en su país, pero también que sepan que el mío—si ellos así lo desean—también es suyo. Mi comida, mi gente, mi música.

Quiero que amen y respeten lo propio y que también les emocione conocer lo diferente. Ojalá aprendieran a bailar merengue típico, mientras llevan puesta una camiseta de Foo Figthers. Que puedan encontrar belleza en navegar entre sus dos culturas, abrazándolas a ambas, sin cuestionar en su corazón dónde termina una y dónde comienza la otra.

Y si lo pensamos bien, es algo que no sólo quien emigra puede poner en práctica en su vida. A todos nos cae bien una dosis de aceptación y empatía con el mundo, pero, sobre todo, con nosotros mismos. Ojalá y cada día seamos más curiosos y atrevidos a la hora de aprender, pero también que nos tengamos más paciencia. Que recordemos que tener acento o no tenerlo, no nos hace mejor o peor. Que ese acento siempre será un guiño a nuestras raíces y que, aunque no suene perfecto al oído, siempre será entendible al corazón.

Mi deseo para todos es que lo que en algún punto nos haga hacer sentir que no pertenecemos ni aquí ni allá, lo cambiemos por el regalo de disfrutar ambos “mundos”. Que podamos admirar mejor las luces de cada lado y tener más empatía con las sombras de cada estilo de vida.

Que sepamos siempre que podemos ser todo eso, todo aquello y mucho más.

 

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